domingo, 4 de enero de 2015

El falso nuncio de la Inquisición


            En el siglo XVI el solo nombre de la Inquisición despertaba un tremendo respeto, cuando no terror, especialmente entre los miembros de los colectivos que eran objeto de especial atención, como era el caso de los nuevos convertidos.

            De ahí que el temor se apoderase de los moriscos del “río de Borja”, nombre que hacía alusión a nuestra comarca, cuando apareció por aquí un nuncio del Santo Oficio que portaba un “palo pequeño con su cruz, como vara de justicia”, forzándolos para que abandonasen sus residencias. El “nuncio” era un funcionario de bajo nivel, encargado de dar a conocer los comunicados del tribunal de la Inquisición, un cometido muy diferente a los alguaciles que podían prender y llevar a cabo actos de jurisdicción.



            Tras recorrer algunas localidades, se presentó en Bulbuente, citando secretamente al morisco Miguel Arenoso y a otros nuevos convertidos, amenazándoles mientras les mostraba su vara. 




            Bulbuente era propiedad de los abades de Veruela y, por lo tanto, sus habitantes dependían del mismo. Allí tenían un amplio palacio, adosado a una torre fortificada, en el que residía esporádicamente, uno de los monjes. Se dio la circunstancia de que, en esos momentos, se encontraba en la localidad fray Antonio Lázaro, cillerero del monasterio, el cual, al enterarse de lo que estaba sucediendo, sospechó del nuncio y, en un gesto de audacia, lo prendió y lo encerró en la “cija del castillo” (cuadra). Fue una decisión no exenta de riesgo, ya que los funcionarios de la Inquisición tenían un estatus especial y su labor no podía ser obstaculizada por ninguna otra autoridad.



            Inmediatamente, el cillerero dio cuenta de lo ocurrido al abad del monasterio, D. Lope Marco que se encontraba en Zaragoza, el cual se puso en contacto con los inquisidores quienes le comunicaron que no tenían ningún dato del citado individuo, pidiéndole que lo enviara al castillo de la Aljafería, sede del tribunal del Santo Oficio, donde tras el oportuno interrogatorio llegaron a la conclusión  que era un simple “chocarrero” (fullero, tramposo), devolviéndolo a Bulbuente “para que le diesen cien azotes por su bellaquería”, cosa que el cillerero cumplió con gusto, paseándolo por las calles del lugar, montado en un asno, mientras era convenientemente azotado, siendo después desterrado “de todo el abadiado”. Al final del relato se hace constar que “el hombre era natural de Purujosa”.

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